La verdad fue esta: aquel día el pueblo dijo ‘basta’, sí, y dirigió su ira contra el separatismo, que era el verdadero origen del terror. Porque el problema, en efecto, fue y sigue siendo el separatismo. ETA no mató solamente porque fuera una banda criminal. Mató –y volvería a hacerlo- porque tenía y tiene una finalidad política que era convertir el País Vasco en una república socialista independiente. O sea que mató porque era separatista. Pero el sistema corrió en socorro del nacionalismo vasco –el del PNV-, sacó de cauce la protesta popular, la neutralizó y convirtió la rebeldía en aclamación. Nunca como entonces había podido la democracia española resolver de verdad el problema separatista, pero prefirió apostar por la “normalización”.
¿Ya lo habéis olvidado? El espíritu de Ermua nos dio una gran oportunidad: apoyarse en el pueblo para regenerar el sistema, romper esa obscena dependencia del separatismo que tanto ha lastrado a la democracia española. Pero aquella oportunidad pasó. En parte, porque el Gobierno del momento, un PP en minoría, dependiente de los nacionalistas, prefirió salvar el sistema antes que sanearlo. Y en parte, también, porque el separatismo reaccionó con habilidad: el Acuerdo de Barcelona fraguó el pacto de los nacionalistas contra España, el Pacto de Estella vino a socorrer a una ETA acorralada y la propia ETA buscó oxígeno con una “tregua trampa”. Todo esto ocurrió en unos pocos meses de 1998. El espíritu de Ermua se fue disolviendo. Su última opción fue el frente constitucionalista, Mayor Oreja y Redondo Terreros, en las autonómicas vascas de 2001. Al día siguiente de esas elecciones, El País de Cebrián lanzaba su nueva consigna para los socialistas: romper cualquier estrategia común con el PP –esto es, cualquier estrategia nacional- y acercarse a los nacionalistas. Zapatero obedeció. En junio de 2006, nueve años después de la muerte de Miguel Ángel Blanco, dos noticias comparecían al mismo tiempo: mientras se juzgaba a los asesinos, el presidente del Gobierno autorizaba la negociación con ETA.
Hoy, veinte años después del crimen, ETA sienta a sus sicarios en las instituciones y, aún peor, una parte importante de la izquierda española se avergüenza de homenajear a la víctima. Sólo le falta decir que “algo habría hecho”. Nos quieren vender los días horribles del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco como una especie de triunfo colectivo. Mentira: fue un fracaso de la nación y una victoria de los separatistas. Hoy estamos como estamos. Al final, de todo aquello sólo cabe rescatar la ira de un pueblo que terminó siendo domesticado por sus líderes. Claro que esto es duro aceptarlo. Es más tranquilizador festejarse. El narcótico nacional.